LUZ DE DIOS
Concebida como primer episodio de un ambicioso tríptico, podríamos definirla como el inicio del sueño. Rodada en el año 1993 y dedicada a la Libertad, la película cuenta la vida de Julie, esposa de un célebre compositor al que se le ha encargado la creación de una obra que conmemore la unidad de Europa. La familia sufre un terrible accidente de tráfico que acaba con la vida de él y de la hija que ambos tienen en común. Julie sobrevive, pero se ha quedado sola. Intenta hacer una nueva vida, pero esto no es fácil.
El autor reflexiona sobre esta dramática situación, en un film en el que prima lo visual sobre los diálogos. El torrente de imágenes nos inunda a un ritmo muy pausado y asentado. Sin embargo, hay momentos catárticos de gran aceleración subrayados por la música de Zbigniew Preisner.
Uno de los elementos más importantes del filme, es el uso y la desmaterialización de la luz en el espacio y el rostro de la protagonista. Kieslowski juega simbólicamente con el color azul durante toda la película por medio de estilizados hilos de luz en unas escenas, de focos más contundentes en otras, e incluso con grandes manchas borrosas suavemente azuladas. Este efecto, lejos de cansar o desconcertar otorga un carácter sobrenatural a la triste cotidianidad de la protagonista.
Muchos de los planos del film están concebidos en contextos indeterminados, podríamos pensar sin temor a equivocarnos que Kieslowski junto a su inseparable guionista Krzysztof Piesiewicz sitúan a sus personajes en instalaciones más propias del arte contemporáneo de nuestros días que en lugares que el espectador puede reconocer por la fuerza de la costumbre. Aunque la estética visual de los espacios y objetos seleccionados nos inspire unos sentimientos neutros (tal es el caso de las habitaciones de la casa rural o la piscina, en la que se pone en liza una excepcional puesta en escena), el autor nos va mostrando poco a poco su verdadera naturaleza o función. Este aspecto convierte a Krzysztof Kieslowski en un cineasta terriblemente moderno porque desarrolla un fenómeno del arte de nuestro tiempo: “el de la exigencia impuesta al espectador de documentarse para tener una cierta comprensión de la obra”. Sin olvidar, como ya habíamos comentado, su capacidad de acercarse a otros lenguajes del arte en el que la función y la belleza de los objetos resulta un juego complejo. Este proceso intelectual, siempre inquietante, lo acercaría a cineastas tan lejanos como Stanley Kubrick o Peter Greenaway.
El autor juega constantemente con los claroscuros porque seguramente “vivir significa ver. La visión está limitada por una doble frontera: una luz fuerte, que ciega, y la total oscuridad “. Desde el principio del filme, asistimos a esa desmaterialización de la luz a través de las transparencias. Los túneles y el coche son un comienzo prometedor. Tal es el caso de los cristales de éste último y los focos del túnel, justo antes de que se produzca el fatal accidente. La percepción de los rostros, casi en forma de reflejos, transmite por si misma una sensación de velocidad impresionante. Hay, por tanto, una aceleración de la vida, habitamos el tiempo, y “el tiempo humano es aquel que lleva a la muerte “. La muerte solo pertenece al hombre. Bendito el cine que reclama para sí “los temas excesivos y la psicología minuciosa “.
Julie se ha quedado sola en el mundo, es libre de hacer lo que quiera. Intenta suicidarse en el hospital ante la angustia de haber sobrevivido a lo que sus seres queridos no pudieron. Y la luz de Dios vendrá. Y es una luz que se reflejará a través de grandes cristaleras (en la mansión rural, el pasillo del hospital) en espacios vacíos en los que las impresiones son cambiantes y en las que la propia luz modifica la fisonomía de los espacios. También el rostro demacrado e hipertrofiado, en un primer plano frente al TV, como si de una video-instalación se tratase.
A pesar de estas cualidades, sin duda modernas, no se queda ahí. Kieslowski bascula entre lo nuevo y lo viejo. Y si lo nuevo era su forma de plasmar la luz en los diferentes espacios, lo viejo representa las viejas ambiciones del hombre. Es decir, los anhelos infinitos nacidos en el medioevo y que tan bien representan los vitrales góticos del Abad Suger intentando reflejar atmósferas mágicas de luz.
La luz azul del filme, no es sino la búsqueda de Dios, la presencia de la divinidad. Julie se ha quedado sola en el mundo. Indudablemente es libre. Somos nosotros los que tendremos que juzgar si esta libertad es un premio o un castigo. Como seres humanos, no podemos romper con el pasado que nos ha hecho como somos. Ni siquiera podemos elegir no crear cuando se nos han dado habilidades especiales para ello, por tanto, no somos nada frente a la grandeza de Dios.
Si el cine es luz, y se encarna en el estandarte más puro de la energía inmaterial. Entonces, y solo entonces, convendremos que el final de Azul refleja perfectamente ese pensamiento porque “la estética de la desaparición renueva la aventura de la apariencia “.
Conviene comentar, un aspecto que resulta claramente significativo, y que coloca a este filme en el olimpo de lo que hemos dado en llamar Cine-arte. Se trata de cómo Kieslowski encadena muchas de las escenas mediante un fundido en negro corriente y clásico, pero al que ha precedido un primer plano o media figura del personaje cerrando los ojos. Por tanto, el fundido en negro coincide con el cierre de los ojos otorgando al filme una expresividad sublime. Expresividad que pone al cine narrativo convencional contra los límites de la expresión, un arte que no se conforma, que quiere suplantar la insuficiencia de la palabra. Este aspecto crucial tiene como paradigma el filme "Persona" (1966) de Ingmar Bergman en el que “ la continuidad narrativa se quiebra y se hace manifiesta al espectador la textura de la ficción, el valor matérico de ese celuloide que vibra, se desencaja y, finalmente, nos coloca sobre el severo y cegador vacío de la pantalla en blanco “.
Y nos quedará ese momento sublime final en el que se aboga por la libertad pero con esperanza y amor, “cuando hago una película voy en busca de esperanza “-decía el cineasta polaco. Suena atronadora la partitura y el coro de ese concierto de la unidad de Europa cuya letra es la Epístola a los Corintios. Y es que teniéndolo todo, si no tenemos amor, nada somos.
FICHA TÉCNICA:
El autor reflexiona sobre esta dramática situación, en un film en el que prima lo visual sobre los diálogos. El torrente de imágenes nos inunda a un ritmo muy pausado y asentado. Sin embargo, hay momentos catárticos de gran aceleración subrayados por la música de Zbigniew Preisner.
Uno de los elementos más importantes del filme, es el uso y la desmaterialización de la luz en el espacio y el rostro de la protagonista. Kieslowski juega simbólicamente con el color azul durante toda la película por medio de estilizados hilos de luz en unas escenas, de focos más contundentes en otras, e incluso con grandes manchas borrosas suavemente azuladas. Este efecto, lejos de cansar o desconcertar otorga un carácter sobrenatural a la triste cotidianidad de la protagonista.
Muchos de los planos del film están concebidos en contextos indeterminados, podríamos pensar sin temor a equivocarnos que Kieslowski junto a su inseparable guionista Krzysztof Piesiewicz sitúan a sus personajes en instalaciones más propias del arte contemporáneo de nuestros días que en lugares que el espectador puede reconocer por la fuerza de la costumbre. Aunque la estética visual de los espacios y objetos seleccionados nos inspire unos sentimientos neutros (tal es el caso de las habitaciones de la casa rural o la piscina, en la que se pone en liza una excepcional puesta en escena), el autor nos va mostrando poco a poco su verdadera naturaleza o función. Este aspecto convierte a Krzysztof Kieslowski en un cineasta terriblemente moderno porque desarrolla un fenómeno del arte de nuestro tiempo: “el de la exigencia impuesta al espectador de documentarse para tener una cierta comprensión de la obra”. Sin olvidar, como ya habíamos comentado, su capacidad de acercarse a otros lenguajes del arte en el que la función y la belleza de los objetos resulta un juego complejo. Este proceso intelectual, siempre inquietante, lo acercaría a cineastas tan lejanos como Stanley Kubrick o Peter Greenaway.
El autor juega constantemente con los claroscuros porque seguramente “vivir significa ver. La visión está limitada por una doble frontera: una luz fuerte, que ciega, y la total oscuridad “. Desde el principio del filme, asistimos a esa desmaterialización de la luz a través de las transparencias. Los túneles y el coche son un comienzo prometedor. Tal es el caso de los cristales de éste último y los focos del túnel, justo antes de que se produzca el fatal accidente. La percepción de los rostros, casi en forma de reflejos, transmite por si misma una sensación de velocidad impresionante. Hay, por tanto, una aceleración de la vida, habitamos el tiempo, y “el tiempo humano es aquel que lleva a la muerte “. La muerte solo pertenece al hombre. Bendito el cine que reclama para sí “los temas excesivos y la psicología minuciosa “.
Julie se ha quedado sola en el mundo, es libre de hacer lo que quiera. Intenta suicidarse en el hospital ante la angustia de haber sobrevivido a lo que sus seres queridos no pudieron. Y la luz de Dios vendrá. Y es una luz que se reflejará a través de grandes cristaleras (en la mansión rural, el pasillo del hospital) en espacios vacíos en los que las impresiones son cambiantes y en las que la propia luz modifica la fisonomía de los espacios. También el rostro demacrado e hipertrofiado, en un primer plano frente al TV, como si de una video-instalación se tratase.
A pesar de estas cualidades, sin duda modernas, no se queda ahí. Kieslowski bascula entre lo nuevo y lo viejo. Y si lo nuevo era su forma de plasmar la luz en los diferentes espacios, lo viejo representa las viejas ambiciones del hombre. Es decir, los anhelos infinitos nacidos en el medioevo y que tan bien representan los vitrales góticos del Abad Suger intentando reflejar atmósferas mágicas de luz.
La luz azul del filme, no es sino la búsqueda de Dios, la presencia de la divinidad. Julie se ha quedado sola en el mundo. Indudablemente es libre. Somos nosotros los que tendremos que juzgar si esta libertad es un premio o un castigo. Como seres humanos, no podemos romper con el pasado que nos ha hecho como somos. Ni siquiera podemos elegir no crear cuando se nos han dado habilidades especiales para ello, por tanto, no somos nada frente a la grandeza de Dios.
Si el cine es luz, y se encarna en el estandarte más puro de la energía inmaterial. Entonces, y solo entonces, convendremos que el final de Azul refleja perfectamente ese pensamiento porque “la estética de la desaparición renueva la aventura de la apariencia “.
Conviene comentar, un aspecto que resulta claramente significativo, y que coloca a este filme en el olimpo de lo que hemos dado en llamar Cine-arte. Se trata de cómo Kieslowski encadena muchas de las escenas mediante un fundido en negro corriente y clásico, pero al que ha precedido un primer plano o media figura del personaje cerrando los ojos. Por tanto, el fundido en negro coincide con el cierre de los ojos otorgando al filme una expresividad sublime. Expresividad que pone al cine narrativo convencional contra los límites de la expresión, un arte que no se conforma, que quiere suplantar la insuficiencia de la palabra. Este aspecto crucial tiene como paradigma el filme "Persona" (1966) de Ingmar Bergman en el que “ la continuidad narrativa se quiebra y se hace manifiesta al espectador la textura de la ficción, el valor matérico de ese celuloide que vibra, se desencaja y, finalmente, nos coloca sobre el severo y cegador vacío de la pantalla en blanco “.
Y nos quedará ese momento sublime final en el que se aboga por la libertad pero con esperanza y amor, “cuando hago una película voy en busca de esperanza “-decía el cineasta polaco. Suena atronadora la partitura y el coro de ese concierto de la unidad de Europa cuya letra es la Epístola a los Corintios. Y es que teniéndolo todo, si no tenemos amor, nada somos.
FICHA TÉCNICA:
TITULO ORIGINAL
Trois couleurs: Bleu
AÑO
1993
DURACIÓN
98 min.
DIRECTOR
Krzysztof Kieslowski
GUIÓN
Krzysztof Piesiewicz & Krzysztof Kieslowski
MÚSICA
Zbigniew Preisner
FOTOGRAFÍA
Slawomir Idziak
REPARTO
Juliette Binoche, Benoît Régent, Florence P. Pernel, Charlotte Vêry, Hélène Vincent, Philippe Volter, Claude Duneton, Emmanuelle Riva
6 comentarios:
Bravo, es una obra maestra, aunque no llego a las sensaciones extremas de usted
Le echabamos de menos, y por cierto, que buena la peli, y que mágnifico el final. Sin amor, no somos nada.
Muy compleja,una obra maestra
Silverman forever; nos hace amar el cine. ¿Para cuándo un libro o una columna en algún periódico?
Creo sencillamente que se trata de una obra maestra. Quizás de lo mejor que se hizo en la década de los 90. En el futuro escribiré sobre los otros dos filmes del triptico, tan buenos como éste.
Celebro que os guste
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