La vida es más grande que todo. De la vida uno puede esperar lo mejor y lo peor sin avisar y por sorpresa. Se puede pasar de la gloria al olvido, del cielo al infierno en cuestión de segundos, y por un fino y leve cambio de matices, ¡tan ingrato es el vivir!
¿Cómo comprender que estando ante el Congreso de los EEUU viví una de las experiencias más difíciles de mi vida? ¿Cómo aceptar que ante el templo de la libertad me convertí en un fugitivo durante un larguísimo instante? Yo, el más ingenuo e inocente ciudadano que haya subido las escaleras del Capitolio. La realidad supera con creces la ficción y este es el relato que habrá de asombrar a mis amigos y también a los desconocidos. Ahora ve la luz por fin. Pido disculpas por todo lo que olvidé y por las imprecisiones e inconexiones de la narración. En mi defensa argumentaré que todo es producto de la agitación del límite, el delirio del extremo y el trauma lacerante de lo vivido. Ahora por fin, como si de un exorcismo se tratara, puedo compartirlo. Vuestro es.
Todo sucedió como en los sueños. Esa es la verdad. Anochecía en The Hill (vecindario situado justo detrás del Congreso), estaba solo bajo un árbol esperando a mi acompañante y disfrutando del silencio. Dos hombres se acercan, uno es negro pues apenas lo distingo en la incipiente oscuridad que cae sobre la ciudad, el otro es blanco caucásico (según dicen allí). Se acercan a mí con ritmo agitado. Me preguntan algo. Acierto a entender palabras de su extraña jerga. Algo sobre drogas. Les digo que no estoy interesado. El blanco insiste, el negro permanece impasible como una sombra. Vuelvo a responder que no me interesa nada. El blanco reacciona con violencia golpeando el árbol. Intentan intimidarme. No saben que soy extranjero. Mejor que no lo averigüen. Observo que el blanco lleva una camiseta cuyo estampado muestra a varios soldados llevando a otro herido, debajo una leyenda que reza “all gave some, some gave all” (“todos dieron algo y algunos dieron todo”). Me da que pensar: “¿cuántos traumatizados pululan por esta nación por culpa de sus guerras?”.
De repente, el negro, cuyo nombre parece ser Alonzo, intenta agredirme soltando su puño izquierdo hacia mi rostro. Le esquivo por designios del azar y el nerviosismo que me ciega. Trato de correr colina abajo hacia The Mall (conjunto de edificios emblemáticos y museos), grito histérico pidiendo ayuda. Me persiguen. Las pocas personas que transitan por la calle a esa hora nos miran pero no reaccionan. Les da igual. O tienen miedo. Aquí cada uno va a lo suyo.
No se cuánto tiempo corrí, ¿un segundo? ¿Una hora? Logro alcanzar la parte delantera del Capitolio. Busco protección bajo la vieja y desgastada estatua ecuestre del General Grant. Me han visto. No tengo escapatoria. El blanco saca de su bolsillo una navaja. Ambos están alienados de una violencia irracional. Ayer fue Vietnam y hoy Washington. Son cazadores frustrados y yo su víctima propicia. Resignado me preparo para algo desconocido. El tiempo se agota. Cierro los ojos. Suena una sirena. Mis perseguidores se han desvanecido. En su lugar dos policías me agarran de los brazos y me ponen de pie (estaba de rodillas y no me había enterado). Creo que me han salvado pero no tardo en saber que realmente estoy detenido. Esposado pregunto la causa y me dicen que debo guardar silencio. Me meten en su coche patrulla. Me llevan a la comisaría. Pienso en lo peor.
¿Cómo comprender que estando ante el Congreso de los EEUU viví una de las experiencias más difíciles de mi vida? ¿Cómo aceptar que ante el templo de la libertad me convertí en un fugitivo durante un larguísimo instante? Yo, el más ingenuo e inocente ciudadano que haya subido las escaleras del Capitolio. La realidad supera con creces la ficción y este es el relato que habrá de asombrar a mis amigos y también a los desconocidos. Ahora ve la luz por fin. Pido disculpas por todo lo que olvidé y por las imprecisiones e inconexiones de la narración. En mi defensa argumentaré que todo es producto de la agitación del límite, el delirio del extremo y el trauma lacerante de lo vivido. Ahora por fin, como si de un exorcismo se tratara, puedo compartirlo. Vuestro es.
Todo sucedió como en los sueños. Esa es la verdad. Anochecía en The Hill (vecindario situado justo detrás del Congreso), estaba solo bajo un árbol esperando a mi acompañante y disfrutando del silencio. Dos hombres se acercan, uno es negro pues apenas lo distingo en la incipiente oscuridad que cae sobre la ciudad, el otro es blanco caucásico (según dicen allí). Se acercan a mí con ritmo agitado. Me preguntan algo. Acierto a entender palabras de su extraña jerga. Algo sobre drogas. Les digo que no estoy interesado. El blanco insiste, el negro permanece impasible como una sombra. Vuelvo a responder que no me interesa nada. El blanco reacciona con violencia golpeando el árbol. Intentan intimidarme. No saben que soy extranjero. Mejor que no lo averigüen. Observo que el blanco lleva una camiseta cuyo estampado muestra a varios soldados llevando a otro herido, debajo una leyenda que reza “all gave some, some gave all” (“todos dieron algo y algunos dieron todo”). Me da que pensar: “¿cuántos traumatizados pululan por esta nación por culpa de sus guerras?”.
De repente, el negro, cuyo nombre parece ser Alonzo, intenta agredirme soltando su puño izquierdo hacia mi rostro. Le esquivo por designios del azar y el nerviosismo que me ciega. Trato de correr colina abajo hacia The Mall (conjunto de edificios emblemáticos y museos), grito histérico pidiendo ayuda. Me persiguen. Las pocas personas que transitan por la calle a esa hora nos miran pero no reaccionan. Les da igual. O tienen miedo. Aquí cada uno va a lo suyo.
No se cuánto tiempo corrí, ¿un segundo? ¿Una hora? Logro alcanzar la parte delantera del Capitolio. Busco protección bajo la vieja y desgastada estatua ecuestre del General Grant. Me han visto. No tengo escapatoria. El blanco saca de su bolsillo una navaja. Ambos están alienados de una violencia irracional. Ayer fue Vietnam y hoy Washington. Son cazadores frustrados y yo su víctima propicia. Resignado me preparo para algo desconocido. El tiempo se agota. Cierro los ojos. Suena una sirena. Mis perseguidores se han desvanecido. En su lugar dos policías me agarran de los brazos y me ponen de pie (estaba de rodillas y no me había enterado). Creo que me han salvado pero no tardo en saber que realmente estoy detenido. Esposado pregunto la causa y me dicen que debo guardar silencio. Me meten en su coche patrulla. Me llevan a la comisaría. Pienso en lo peor.
3 comentarios:
¿mentira? verdad? se está quedando con nosotros
trola mal escrita influída por toda la basura que lee y ve este loquito
Está narrada magníficamente esta ficción Sr. Silverman. Además me doy cuenta que el nombre o pseudónimo de uno de los malos(Alonzo) es el personaje de Denzel Washington en una de sus pelis( Training Day). Congratulations! Ahora nos tendrás que explicar cómo te hicieron la foto...
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