01 enero 2009

CUENTITOS: Ficción cruel



“Ninguna obra de arte alcanza su más alto
grado hasta que olvida su origen y su nacimiento
artificial y experimenta su existencia como
si fuera pura realidad”


STEPHAN ZWEIG

Durante algún tiempo, mientras Z intentaba escribir, había estado pensando en las dificultades que acarreaba ser escritor. El maldito y amado oficio de escribir. Cómo el pensamiento convertía las ideas en palabras bien colocadas unas detrás de otra. Cómo esas palabras formaban frases y éstas a su vez textos más o menos extensos con un mensaje determinado y claro. El dichoso mensaje tenía que ser, a la fuerza, comprensible para los lectores que se acercaran con sigilo a sus escritos. ¡Ah!, los lectores, no se podía vivir con ellos pero tampoco sin ellos. Eran la última parada del trayecto aunque esa era otra historia para no dormir.
Le angustiaba bastante el hecho indiscutible de no saber cuál era la combinación perfecta de palabras. Dónde acababa la narración, dónde debía empezar o continuar, cuál era la salida entre las opciones infinitas. Qué vocablo resultaba más exacto para expresar esto o lo otro. Al cabo de mucho tiempo, justo cuando se perdía la noción del mismo, alcanzaba la certeza de que escribir no es calcular ni es medir. Que las limitaciones del lenguaje escrito subyacen en la figura de quién escribe. Que una historia podía ser una o podían ser mil, o diez mil, o tres mil millones, según el alma creadora que las concibiese. La exactitud, por tanto, era una especie de monstruo mitológico atormentando al escritor. La utopía del texto adecuado y la historia redonda. Concluyó al finalizar su enésimo ensimismamiento que el libro perfecto no existía.
Decidió escribir un rato más. Releía cada frase que elaboraba. Revisaba cada párrafo. Por momentos sentía cierta satisfacción al encontrar la emoción o el ingenio que solo despiertan las palabras bien encadenadas. Solo el amor pleno y sincero, si alguna vez lo encontraba, podía acercarse a esa sensación. ¿Era esa la Felicidad? Probablemente. Pero, ¿es que tal nimiedad podía empujar al hombre a la dicha absoluta? No podía ser, algo fallaba. Urgía volver a reconsiderar cuidadosamente todos los puntos.
Si el libro perfecto no existía. Cómo podía explicarse el fenómeno de la expresión escrita desde que en los albores de la Historia alguien plasmó en las rocas los primeros pasos del hombre. Aquellos anónimos sostuvieron la antorcha de la escritura alumbrando el camino a los Cervantes, Calderón, Shakespeare, Dickens, Tolstoi, Dostoievsky, Hugo, Borges, Cortázar, Delibes, Sciascia, Faulkner, Grossman, Steinbeck, Hemingway, Levi o Solshenytzin. Avalancha ingente de Literatura. Tal vez no buscaron la perfección pero, sin duda, la encontraron. ¿O la encontraron sus lectores al descifrar el alma de sus escritos? ¿No sufrieron aquellos grandes hombres, hoy inmortales, la frustración de la creación insuficiente, del mensaje incomprendido o equivocado? Preguntas sin respuesta. Polvo en el viento.
Las dudas lo torturaron durante un año entero. En ese tiempo no escribió una sola palabra. Soñaba cada noche con el libro en el que uno podía leer todos los secretos de la Literatura. Desde la narración hasta la técnica. Desde la ética imposible hasta la estética más atractiva. Toda una infinidad de recursos que se esfumaban al despertar. La ansiedad terminó por no dejarle dormir. Las dudas devoraron su espíritu. Y al no dormir, no pudo soñar ni pensar. Y al no pensar, escribir era una quimera. Y sin escribir no tenía sentido vivir. Así que decidió dejar de vivir.

7 comentarios:

Anónimo dijo...

bueno, bueno, felicitarle el año y decirle que comienza bien. Con lucidez. Muy agudo el cuentito.

Anónimo dijo...

bravo! 2009 es la consagración de Silverman

Anónimo dijo...

joder, cuanta verdad y cuánta frustración!!!!!!

Anónimo dijo...

va usted muy bien, en el 2009 le auguro buenas nuevas. Le quiero

Anónimo dijo...

terriblemente delicioso y triste en el ritmo y en el vocabulario

Anónimo dijo...

te sales del mapa cabrón

Anónimo dijo...

Literatura de Kilates