
DRAMÓN DEL JAPÓN
Entre los cinéfilos ha existido esa profunda y sincera sensación, ese instante eterno y único, en el que las imágenes nos inundan. Natural o artificialmente. Con mayor o menor sinceridad. Ese inigualable momento en el que la pantalla nos invade, nos absorbe. En el que, de repente, proyectamos todo nuestro ser ante la linterna mágica, nuestros anhelos futuros y frustraciones y dolores pasados. Se disuelve el tiempo y el yo. Queda el tiempo encapsulado en el filme. Subyace el cine hecho vida. “Nubes flotantes” (1955) de Mikio Naruse es el revival cinematográfico que nos revela esa emoción imposible.
Probablemente este filme de Naruse (cineasta japonés poco conocido pese a la enjundia de su obra) no es una Obra Maestra. Ni siquiera es uno de los grandes filmes de la filmografía nacional japonesa. Sin embargo, cuando un autor es capaz de transmitir esa caligrafía fílmica tan delicada, de plasmar el drama humano de sus personajes con tanta profundidad, solo queda una opción: ojos anegados de lágrimas.
Pocas veces el cine ha diseccionado con pelos y señales los conflictos que se derivan del amor imposible. De un amor, nacido en medio de la conflagración bélica, apasionado e intenso, pero al que el mundo y el destino no dieron más prorroga después de la guerra. Por primera vez, la paz mató al amor. Naruse, por tanto, es el cineasta por excelencia del melodrama lacrimógeno.
Es escalofriante la experiencia que tendrá el cinéfilo ante el visionado de este prodigio de la tristeza y la desesperación. Las miradas no dan tregua. Los actores son excepcionales (perfectos cada uno en sus papeles). Las palabras tienen todas una importancia capital expresando el deseo que se niega. El clímax es perpetuo. Naruse no ha retratado la vida. Ha redondeado unas vidas en el cine (que es distinto). Les ha robado las transiciones, el tedio, la espera y la alegría. Y por el contrario, les ha insuflado una sobredosis de esquizofrenia pasional, de arrebato de pareja al borde del precipicio en un punto de no retorno en el que la muerte es el descanso. Todo esto, eso si, pasado convenientemente a través del tamiz japonés. O lo que es lo mismo, cierta contención, rigidez, tradicionalismo y buenas costumbres.
A pesar de toda esta magistral construcción, de la concepción dramática y pesimista de la vida que exhibe su autor. Detrás, hay una lúcida disertación en imágenes sobre cómo la Historia (con mayúsculas) y las guerras provocan una reacción en cadena que desemboca en el declive de todas las convicciones y valores humanos más positivos. Al final, no somos más que un manojo de circunstancias bailando al son de malditos azares.
Entre los cinéfilos ha existido esa profunda y sincera sensación, ese instante eterno y único, en el que las imágenes nos inundan. Natural o artificialmente. Con mayor o menor sinceridad. Ese inigualable momento en el que la pantalla nos invade, nos absorbe. En el que, de repente, proyectamos todo nuestro ser ante la linterna mágica, nuestros anhelos futuros y frustraciones y dolores pasados. Se disuelve el tiempo y el yo. Queda el tiempo encapsulado en el filme. Subyace el cine hecho vida. “Nubes flotantes” (1955) de Mikio Naruse es el revival cinematográfico que nos revela esa emoción imposible.
Probablemente este filme de Naruse (cineasta japonés poco conocido pese a la enjundia de su obra) no es una Obra Maestra. Ni siquiera es uno de los grandes filmes de la filmografía nacional japonesa. Sin embargo, cuando un autor es capaz de transmitir esa caligrafía fílmica tan delicada, de plasmar el drama humano de sus personajes con tanta profundidad, solo queda una opción: ojos anegados de lágrimas.
Pocas veces el cine ha diseccionado con pelos y señales los conflictos que se derivan del amor imposible. De un amor, nacido en medio de la conflagración bélica, apasionado e intenso, pero al que el mundo y el destino no dieron más prorroga después de la guerra. Por primera vez, la paz mató al amor. Naruse, por tanto, es el cineasta por excelencia del melodrama lacrimógeno.
Es escalofriante la experiencia que tendrá el cinéfilo ante el visionado de este prodigio de la tristeza y la desesperación. Las miradas no dan tregua. Los actores son excepcionales (perfectos cada uno en sus papeles). Las palabras tienen todas una importancia capital expresando el deseo que se niega. El clímax es perpetuo. Naruse no ha retratado la vida. Ha redondeado unas vidas en el cine (que es distinto). Les ha robado las transiciones, el tedio, la espera y la alegría. Y por el contrario, les ha insuflado una sobredosis de esquizofrenia pasional, de arrebato de pareja al borde del precipicio en un punto de no retorno en el que la muerte es el descanso. Todo esto, eso si, pasado convenientemente a través del tamiz japonés. O lo que es lo mismo, cierta contención, rigidez, tradicionalismo y buenas costumbres.
A pesar de toda esta magistral construcción, de la concepción dramática y pesimista de la vida que exhibe su autor. Detrás, hay una lúcida disertación en imágenes sobre cómo la Historia (con mayúsculas) y las guerras provocan una reacción en cadena que desemboca en el declive de todas las convicciones y valores humanos más positivos. Al final, no somos más que un manojo de circunstancias bailando al son de malditos azares.
FICHA TÉCNICA:
Título Oríginal: Ukigumo Año:1955 Duración:123 min. Director: Mikio Naruse Guión:
Yoko Mizuki Música: Ichiro Saito Fotografía: Masao Tamai Reparto: Hideko Takamine, Masayuki Mori, Mariko Okada, Isao Yamagata, Chieko Nakakita, Daisuke Katô, Mayuri Mokusho, Roy H. James, Akira Sera
Yoko Mizuki Música: Ichiro Saito Fotografía: Masao Tamai Reparto: Hideko Takamine, Masayuki Mori, Mariko Okada, Isao Yamagata, Chieko Nakakita, Daisuke Katô, Mayuri Mokusho, Roy H. James, Akira Sera
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