Por fin se habían ido. El último día de clase. Agitación que subyace en el aula vacía. Silencio. El Profesor se toma un respiro. Un instante para tomar conciencia del tiempo transcurrido y continuar la tarea. Un curso más. Un año menos. Amargura desde los pupitres del fondo a la pizarra. Ecos felices ya lejanos que resuenan por la galería. Viejos dibujos del inicio de curso han perdido su brillo y apenas son ya, esbozos, de antiguas promesas infantiles. Estado de coma momentáneo. Extraño entorno. Jirones de veintiocho sombras danzando al son del viento de las frías mañanas escolares. Y en la mesa del profesor, se sienta el reflejo del hombre que regresa del olvido, más duro, más enrevesado.
El Profesor recoge los lápices del suelo, los trozos de tiza y las tiras de papel. Las deposita encima de uno de los pupitres seleccionados para juntar todo el material que hay que recoger. De alguna manera comienzan ciertas actividades tan importantes como las del aula. Más silenciosas. Desconocidas para el gran público muy dado a desprestigiar la profesión. Vaciar los cajones, meter libros en cajas, clasificar papeles, rellenar y firmar documentos que a su vez (re)producen más y más documentos. Hasta el infinito y más allá. Profesor-notario, Profesor-escribano, ¿dónde dejamos al docente? El Profesor lo busca mirando a la calle por la ventana. “El mundo cambió y todos nosotros con él”- se dice a sí mismo. Contrariado continúa con sus labores.
Rebuscando en un armario se tropieza, de repente, con una cajita de madera. La cajita es vieja, muy vieja. Tanto que en sus orígenes pudo ser la típica caja destinada a guardar puros. El Profesor que nunca fue fumador, ni perfecto tampoco, se pregunta cómo fue que se hizo con aquella caja. Ahora era simplemente la caja en la que un día, hace mucho, siendo joven tuvo la idea, más propia de sentimentales irremediables, de conservar pequeños detalles. Regalitos de los niños: dibujos, mensajes, abalorios, alhajas de fantasía, golosinas caducadas, purpurina, monigotes, colorines, plastilina e innombrables cachivaches de toda estirpe y pelaje. Sin embargo, siempre hay algo más en esos interminables fondos de las cajas. Asoma un sobre amarillento y gastado. Una carta del pasado. Treinta años atrás todo era diferente. La saca del sobre y (re)lee:
El Profesor recoge los lápices del suelo, los trozos de tiza y las tiras de papel. Las deposita encima de uno de los pupitres seleccionados para juntar todo el material que hay que recoger. De alguna manera comienzan ciertas actividades tan importantes como las del aula. Más silenciosas. Desconocidas para el gran público muy dado a desprestigiar la profesión. Vaciar los cajones, meter libros en cajas, clasificar papeles, rellenar y firmar documentos que a su vez (re)producen más y más documentos. Hasta el infinito y más allá. Profesor-notario, Profesor-escribano, ¿dónde dejamos al docente? El Profesor lo busca mirando a la calle por la ventana. “El mundo cambió y todos nosotros con él”- se dice a sí mismo. Contrariado continúa con sus labores.
Rebuscando en un armario se tropieza, de repente, con una cajita de madera. La cajita es vieja, muy vieja. Tanto que en sus orígenes pudo ser la típica caja destinada a guardar puros. El Profesor que nunca fue fumador, ni perfecto tampoco, se pregunta cómo fue que se hizo con aquella caja. Ahora era simplemente la caja en la que un día, hace mucho, siendo joven tuvo la idea, más propia de sentimentales irremediables, de conservar pequeños detalles. Regalitos de los niños: dibujos, mensajes, abalorios, alhajas de fantasía, golosinas caducadas, purpurina, monigotes, colorines, plastilina e innombrables cachivaches de toda estirpe y pelaje. Sin embargo, siempre hay algo más en esos interminables fondos de las cajas. Asoma un sobre amarillento y gastado. Una carta del pasado. Treinta años atrás todo era diferente. La saca del sobre y (re)lee:
Estimado J.
Gracias por todo; por haber sabido escucharnos y escuchar a nuestra hija. Por haber conseguido que E. haya descubierto la lectura. Por haberle enseñado no sólo conocimientos sino también valores. Se ve de lejos que amas la docencia y empatizas con tus alumnos. Finalmente solo podemos decirte que E. ha acabado el curso “FELIZ”.
Gracias nuevamente y felices vacaciones.
Gracias nuevamente y felices vacaciones.
Recuerdos que brotan. Pasado en blanco y negro que se cuestiona si alguna vez fue merecedor de aquella misiva. El profesor aparta todos los pupitres y se sienta en el suelo. En el centro del aula. La carta arrugada en la mano. El efecto epistolar sobredimensionado por el tiempo. Una vida que ni siquiera había soñado. Desengaños y frustraciones. Y las lagrimas. El llanto imparable que culmina y completa el conjuro. Fin de curso.
6 comentarios:
Dios mio que bonito!!!!!!!!!!
Parece una narración sencilla y sentimentaloide pero esconde detrás ciertas cuestiones que conviene tener en cuenta. Un abrazo
Es solamente una pequeña aportación a la mejor profesión del mundo y un grito por el desprestigio y la desnaturalización que vive. Un abrazo y gracias por vuestras palabras
cultivadísimo y sensible
más compleja de lo que parece. Pura emoción. La pregunta es cómo es posible no prodigarse más en estos registros
una joyita más de Silverman
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